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Clarita


Esos últimos días habían sido bastante tensos. Yo tenía que entrar a la casa sin hacer ruido y deslizarme por ella como un fantasma hasta descubrir donde había puesto mi esposa, ese día, la mesa. Luego fingía mi completa aceptación de los hechos, la artífice cotidianeidad, y comíamos; en el patio, en el altillo, en el lavadero, en el baño. Siempre sin hablar, para no estorbarnos. Con mi resignación y su mal humor como costumbre. Entonces daba igual que comiéramos pollo al disco o polenta, albondigones de carne o ensalada de tornillos y tapitas de gaseosa. Yo debía hacerlo en silencio, sin dejar escapar un guiño de disconformidad. Amaba a Clarita. Con todo el odio que me tenía. Y digo odio y no locura porque a la locura uno no la elige pero el odio es un sentimiento consciente, que se trabaja. Y Clarita lo había trabajado durante los casi cinco años de matrimonio. Por eso nunca hube de reaccionar de mala manera a su violencia, siempre comprendí sus razones. Bien sabía yo que su desprecio era, en nuestra relación, el único acto de justicia. Pudiera entenderse esto quizá, como perverso. Por eso agrego, como defensa, la teoría que me ha permitido sostenerlo: lo que aquí se entiende por perversión es una fisura, en el sentido ético de mi persona, que es pergeñada por el profundo afecto, por el amor desmedido. Clarita no fue feliz conmigo, y no lo dudo, pero yo no habría podido experimentar de otra manera, toda la felicidad que ella me causó mientras estuvo a mi lado. Por consiguiente, hube tomado la estoica responsabilidad de soportar sin la menor queja sus peores momentos, a sabiendas de que ella hubo de soportar los mejores míos. Claro que algún que otro cólico indomable me han causado las porquerías que me hacía comer, así como también mis buenos traumatismos y hematomas he tenido que sufrir, cuando algún fin de semana la encontraba aburrida de tanto leer y decidía pegarme. Con todo esto seguía siendo Clarita, mi Clarita. Y si bien soñarla ahora, como a mí me gusta, es mucho más relajado, no puedo evitar extrañar aun más su belleza salvaje, su belleza violenta, genuina. Daría todos mis sueños de mi muñeca bailando sobre una alfombra de nubes por una sola de sus sonrisas cuando lograba, por ejemplo, atinarme con un plato en la cabeza. La Clarita real, con sus defectos y sus virtudes (¿?), fue siempre la mejor Clarita. Y seguramente alguno pudiera entender esto como masoquismo; pues respondo de la misma manera con la que expliqué el equívoco anterior: yo estaba enamorado. ¿Qué razón más noble que esa para soportar tales circunstancias? La noche que decidió morirse se había pasado casi dos horas corriendo a lo loco por el patio con una cuchara en la mano. De repente había entrado a la casa y declarado muy enojada que iba a suicidarse porque no había podido agarrar un puto bichito de luz. Mentiría si dijera que, al menos por un instante, dudé de su decisión. También lo haría si dijera que sufrí por aquello algún remordimiento. No me siento traidor ni estúpido. Dudo también de que le haya facilitado la muerte. Quizá lo hice algún tiempo atrás, cuando me descubrí enamorado de ella, pero en ese momento en particular, creo que simplemente la especté. De todos modos razono que a una criatura a la que no le fue permitido elegir su vida, al menos era justo que se le permitiese elegir su muerte. Esta reflexión condiciona, entre otras, mi paz. Clarita subió hasta nuestra habitación y se tiró de la ventana que daba al patio. Un salto limpio desde casi cinco metros de altura, cabeza abajo. El golpe seco le destruyó las vértebras del cuello y agonizó correctamente. Sentí dolor, por supuesto, era la mujer de mi vida, pero fui respetuoso de su decisión. Por eso no la asistí, ni pedí ayuda. Sólo me limité a mirarla en silencio y a espantarle un par de bichitos de luz que habían venido a posársele en la mano, para que no se sintiera ridícula. Casi no podía hablar, pero en sus últimos segundos se esforzó por dedicarme algún insulto, y quizá me hubiera escupido (pues así lo anunciaba el fruncimiento de sus labios) pero se le paró el corazón antes. La policía concluyó que yo tenía directa responsabilidad en el hecho y yo no lo negué. La causa se caratuló como homicidio premeditado y la condena fue agravada por la condición mental de la víctima. La cárcel es un lugar angustiante y frío. Se come mal y las duchas son compartidas, lo que me molesta bastante. No pienso demasiado en las circunstancias finales de mi libertad, como en su momento no lo hizo Clarita tampoco, a sus dieciséis, cuando le anunciaron su matrimonio. He entendido que es justo que a mí, que se me dio el privilegio de decidir la vida de aquella criatura, se me condene ahora a subyugarme a la que ella, para mí, hubiera elegido. Esta reflexión condiciona, entre otras, mi paz.

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Creado Por Ezequiel Miere

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