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Un día de verano

-¿Te puedo besar? –le dice él.

-Bueno – le contesta ella. No está muy segura, pero él la mira fijo y quizá la única manera de escapar a esa mirada sea un beso seco. “Si –piensa-. Un beso para descansar.”

-Yo una vez vi una película –dice él, y no es un dato menor.

Ella relaja los hombros y cierra los ojos. Nunca lo había pensado, pero es bueno que los niños a veces miren películas de niñas. Así estos trámites son más prácticos. Abre un poco los labios e inclina la cabeza. “Las narices –se dice a sí misma-, siempre hay que pensar en las narices.”

Entonces él se acerca y la toma de las manos:

-Pero tenés que sentir amor.

Ella hace una mueca de fastidio. “Claro –reflexiona-. Si no nos amamos, ¿por qué nos vamos a andar besando?

Siente el “tic” de una ostra seca que se quiebra; el último paso de él adelantándose, cortito y con prisa. Y de repente la implosión. El momento.

(Fue útil lo de las narices).

Se toman unos treinta segundos; luego se separan. Respiran hondo y abren los ojos; la mirada del uno ha vuelto a fijarse en el otro, pero ya no pesa. Ambos suspiran aliviados. El mar se escucha otra vez, y el viento existe de nuevo y arrebata los pelos llenos de arena.

-¿Y ahora? –pregunta ella.

-Tengo una pelota en la cabaña –responde él.

Y ya salieron corriendo hacia el camino de piedra.

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Creado Por Ezequiel Miere

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