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Edel Sueña


Edel, acostada, se siente profundamente sola. Y tal soledad, rebalsando la cama, le ofende. Entiende que esa absurda geografía desértica de dos plazas conspira contra su insignificancia. Y se siente aun más pequeñita, como de juguete. Y cae en cuenta de que perdida en ese inmenso acolchado blanco, parece una lágrima de trapo. ¿Va a llorar ahora? No, Edel no llora. Es un experimento triste de un dios sin memoria. Quien fuera responsable de ordenar las chispas divinas que dieran origen a esa criatura, dejó escapar ciertos detalles. Entonces Edel simplemente mira el techo como tendida en la morgue, sin regalarle a este relato el más mínimo estímulo. Pero es sabido que éste relato depende sólo de ella para ser, así que le compromete con un sueño. Y ese cuarto anónimo resuelve una paradoja. Porque los ojitos más lindos del mundo se cierran porque no tienen quien los mire, y la boca más dulce, como dibujada con rocío, se seca con un beso ausente, con la parsimonia amarga de esas cosas que de tanto esperar nunca suceden. Entonces Edel duerme. Simplemente. Con esa hermosa simpleza que Edel tiene para dormir. Y si alguien creyó que este cuento le iba a llevar a la muerte, está equivocado. Lo hubiera hecho al principio, pero al correr de las líneas, se descubrió enamorado. Y un cuento enamorado, eterniza a su musa. No obstante, las desventuras de la joven Edel, son el verdadero matrimonio de este accidente literario. Tendrá entonces este cuento que reaccionar a su cónyuge. Aunque no lo ame, aunque no esté de acuerdo. Y Edel, que hubiera querido dormir en paz, es víctima de su enamorado. Entonces se hace presente en un inmenso desierto de hielo. Quisiera sorprenderse, pero no es muy distinto de la cama donde duerme. En realidad sería mucho más increíble descubrirse en una peatonal, con gente alrededor. Allí, como está, ni siquiera cree estar experimentando un sueño. Y si un sueño es, los guionistas del plano onírico han de estar cansados. Desde aquí, nosotros, omnipresentes en sus dos mundos, no guardamos piedad, y voraces ansiamos el quiebre. El relato, dolido pero generoso, cumple con nuestras expectativas. A su lado Edel descubre un cuerpo desnudo, una figura masculina de rasgos bellos y músculos firmes. Camina a su ritmo. -¿Dónde está tu corazón? –Pregunta Edel sin mirar. Casi ausente de él, casi ausente de sí misma. Casi ausente del sueño y de este cuento, casi ni escrita en este papel. Edel pregunta por su corazón, y suena tan ausente la pregunta que el mismo cuento se nubla, y es necesario un vacío pequeño, que contenga toda la ausencia de Edel. -¿Qué? –responde la figura y Edel se muerde el labio. “Si, si –reflexiona ella- los guionistas han de estar cansados”. -Mírate. Y el muchacho sigue el índice de Edel y descubre el hueco en su pecho. “No debería yo guiar este espectáculo ridículo –observa Edel-. Lo único que me falta es guionar mis propias frustraciones”. Y a su lado arena blanca. Sin más. El espectro se ha suicidado de vergüenza y se le plantó para siempre en un recuerdo absurdo. “Malditos sueños, siempre pretenden dejarle a uno pensando”. Ahora Edel se ve a sí misma correr a los doce años con el cordel de un barrilete en la mano. El barrilete en cuestión, alto en el cielo. Se sabe el trauma de memoria: esa niña feliz, de vestidito rosa y coletas, entrará en la carpa de un circo. En la vida real ni barrilete ni circo, y siguen desfilando las obviedades. Se pregunta si podría llorar de ese lado. Pero por más que pudiera, entiende que no tendría sentido, si el viento que arrasa la planicie helada, es metáfora suficiente. Llega ahora a una casa a orillas de un río. Así de repente. Casa y río. Porque es un sueño. Adentro el rostro de alguien que no quiere conocer. O que quiere pero no puede. Es lo mismo. El rostro asoma a la ventana. Edel se hace una apuesta estúpida: “A que si entro todo desaparece”. Bosteza aburrida. Tales redundancias le han agotado hasta la debilidad misma de desesperarse por sus miedos. Llegando al límite inferior derecho del sueño encuentra una hamaca suspendida en el aire. En la mentira, más bien. Va y viene apacible. El relato sabe que es demasiado, pero no puede evitar el ensañamiento. Nosotros, que sufrimos con Edel, pero que secretamente aprobamos su desdicha, alegramos nuestra lectura. El sueño verdugo, nos mira a los ojos, hacha en mano; nosotros asentimos. Y Edel que no tenía la culpa, que solamente quería dormir. Edel que aún no ha podido enamorarse, por ser simplemente ella, angustiada por encontrar en ese animal que la urbe ha domesticado, un guiño de pureza, un corazón, se aturde de nuestra necesidad de herirla. Edel que vio pasear por el cielo barriletes de otros niños, y vio desfilar a esos mismos niños a las carpas mágicas de espectáculos felices a los que nunca entró, se planta de cara a su última maquinita de tortura esperando que duela, que duela mucho. Edel que no conoció a su padre, que sólo pudo imaginarle en una cabaña, a orillas de un río, porque alguien le dijo alguna vez que era pescador, se sienta en la hamaca. Y es pequeñita. Y el vaivén se estanca. Y tiene seis años y ve los dedos de sus manitos soldarse a las cadenas de la hamaca. Y en un pentagrama de renglones gruesos de hierro oxidado siente escribir la melodía de aquella escena con la fragilidad de su silencio, a voluntad de su sueño, ante la impotencia de este relato y para regocijo de sus lectores. Ve a mamá irse sin remedio. Hacia el punto infinito de su cama real y la alarma de las siete.

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